Las redes sociales digitales y los retos a la unidad en el medio digital revolucionario cubano
La creciente presencia de las redes sociales digitales en las sociedades contemporáneas genera una gran variedad de fenómenos que merecen ser estudiados y atendidos con cuidado, por su impacto en las relaciones sociales y en las configuraciones sociopolíticas de cualquier nación.
Un poco en broma y mucho en serio voy a intentar describir tres de esas actitudes que se han vuelto comunes en el entorno digital cubano. Me interesan sobre todo aquellas recurrentes en lo que pudiéramos denominar como el medio digital revolucionario cubano, pues estas actitudes tienen un impacto significativo en la unidad y en la articulación de los diversos sectores que lo componen.
Este medio digital revolucionario cubano dista mucho de ser homogéneo, ni siquiera en su concepción de qué es la Revolución. A un debate que ha sido complejo en todas las épocas se suma la atomización y las dinámicas confrontativas que son comunes a las redes sociales digitales y sobre todo a Facebook, la más grande a nivel mundial y la preponderante a nivel nacional.
Multitud de grupos e individuos pugnan por imponer sus particulares visiones de lo que es la Revolución y lo que es ser revolucionario, llegando a discusiones que no desmerecen en nada aquellas que fracturaron la unidad de los primeros cristianos y dieron pie para la emergencia de los cismas al seno de la joven iglesia.
La falta de dialéctica y comprensión del otro prima en estos debates que se mueven por todo el espectro, desde una ortodoxia extrema que no admite el menor cuestionamiento a ninguna arista de la realidad cubana actual hasta las posiciones liberales con tufo socialdemócrata que ven la Revolución en prácticas que, de hecho, la niegan.
Se hace fuerte en determinados sectores entonces el ultrarrevolucionarismo. El ultrarrevolucionario es aquel que cree tener la clave para determinar quién es revolucionario o no en cada momento. Y además considera a todo el que disiente de su visión “oficial”, o de la versión “oficial”, como un enemigo muy probablemente pagado por el imperialismo.
No es nada extraño verlo lanzar rayos iracundos o burlas mordaces contra aquellos que desdeña y, por lo general, su furia es mayor contra los del propio campo revolucionario. Cual Saturno, los ultrarrevolucionarios que abundan en las redes devoran a los hijos de la Revolución que no piensan como ellos, sin reconocerles el menor derecho de descendencia.
Este ultrarrevolucionarismo ha existido en todas las épocas, en el seno de todas las revoluciones, pero nunca como ahora las redes han permitido magnificar estas actitudes. Antes el ultrarrevolucionario debía construir un liderazgo real, dar su rostro, probar con su piel sus verdades. Ahora cualquiera es Júpiter tronante y, tras perfiles falsos o verdaderos, construye su pequeño imperio de me gusta y me encanta, dentro de la burbuja que el algoritmo reserva para todos. Y de esta burbuja obtienen la reafirmación permanente de cuánta razón tienen. Todo un ecosistema de profetas iracundos o mansos que todos los días, o casi todos, salen a predicar sus verdades.
Pero la dinámica de las redes también genera otros dos fenómenos que conviene apuntar. Por ponerles nombre pudiéramos denominarlos como opinología y sospechología.
La opinología es una de las actitudes más comunes en el entorno digital. Es un resultado lógico de una dinámica virtual donde llega a ser adictivo buscar el premio de las interacciones positivas.
El opinólogo es alguien, con mayor o menor ego, mayor o menor preparación, mayores o menores habilidades escriturales que un día, reaccionando a un tema que le interesaba, le molestaba, lo preocupaba o etc, escribió un post o un tweet y se vio, de pronto, colocado al centro de una red de interacciones, debates, recibió comentarios al privado y demás.
Esa primera interacción exitosa lo anima a ir por más y, cuando se percata, ya está atrapado en una dinámica que lo impele a pronunciarse ante cualquier acontecimiento que ocurra. Tanto el que se asume conscientemente como “influencer”, como el que solo apela a su derecho a opinión. Ambos están entrampados en la opinología.
No es extraño ver a alguien que pasa de un relativo mutismo en redes a un post o varios por día. Opinan de todo, desde deporte, hasta política, hasta el último reto del momento. Llegan incluso a emitir criterios sobre temas de los cuáles no tienen toda la información o la tienen sesgada. Porque en la opinología lo importante es no dejar de hacer el post, no dejar pasar la ola de un tema trending topic sin montarse también en él.
La inteligencia y la preparación no previenen de caer en la opinología. Cualquiera, sea cual sea su formación, se puede ver atrapado en esta dinámica. Y más aún cuando muchos de los temas vienen entremezclados con la pugna entre individuos o grupos, con personales simpatías y antipatías.
Es una lógica adictiva y envolvente que nos hace olvidar una verdad de Perogrullo: no tenemos la obligación de opinar de todo. Si bien es correcto aportar la visión personal en los debates, es deber de todos los revolucionarios responsables opinar con tacto, buscar información, evitar la tentación de salir como gatillos alegres a dar criterios poco informados.
Rehuir la opinología implica llevar el necesario debate revolucionario a campos más sanos y productivos, fundamentarle sobre bases responsables y rehuir las posiciones sinuosas o de confrontación estéril.
La sospechología, que muchas veces viene de la mano con la opinología aunque la verdad camina bastante bien sola, es el ejercicio filológico y semántico al que se lanzan muchos revolucionarios (y algunos tal vez que solo se definen oportunistamente de esta forma) para descubrir en post ajenos visos de esto o aquello, para torcer con preguntas sinuosas el sentido de determinadas frases y para buscar en lo dicho lo que no se dijo pero que es sin dudas lo más importante.
Similar a las infinitas exégesis derivadas de los textos de Marx y que han torcido en no pocas oportunidades el sentido original de esos textos, los sospechólogos se lanzan sobre quiénes debieran ser sus colegas por la común militancia para descubrir en ellos la prueba definitiva, la marca, que permitirá certificar su no pertenencia a nuestro bando.
Sin proponérselo, los sospechólogos son quizás los agentes más útiles al enemigo, porque crean un clima enrarecido en torno a individuos, grupos o posiciones favoreciendo la desunión y la fractura.
El sospechólogo apunta a los demás al mismo tiempo que se asume a sí mismo como fuera de toda duda.
Desgraciadamente, hay y habrá traidores a la causa de la Revolución. No todos están dispuestos a pagar el alto precio de plantar cara al imperialismo norteamericano. Pero no es sano vivir, entre compañeras y compañeros, sembrando permanentemente la semilla de la duda. La medida de un revolucionario, lo he dicho y lo reitero, son y serán siempre sus actos. Una cosa es estar alertas para que el enemigo no nos tome desprevenidos y otra cosa es la duda permanente.
Conviene, antes de concluir, apuntar dos alertas más. La primera es en contra de la superficialidad. La superficialidad no ha sido, no es y no será jamás revolucionaria. Asumir desde la superficie un proceso complejo y profundo como la Revolución cubana impide comprenderlo a cabalidad.
Desde lo banal y superfluo no se defiende un proyecto político ni la soberanía de una nación. La segunda alerta es sobre la importancia de preservar la ética que está en el núcleo fundamental de la Revolución. La ética de Martí y Fidel, que excluye totalmente la bajeza de linchar a camaradas desde perfiles falsos y la siembra perenne de rumores.
Que implica dar la cara y asumir las verdades que defendemos con decoro. Que implica el respeto al que piensa diferente. Una ética que debe primar en cada paso de la vida y también en nuestras interacciones virtuales. Sin ética, todo lo demás se vacía de sentido.
Construir la necesaria unidad pasa también por denunciar las actitudes que favorecen la fractura. Las que se mencionan aquí no son, desde luego, las únicas. Ojalá y sean útiles estas líneas para la reflexión. Las redes sociales digitales ya son parte de la vida cotidiana y los revolucionarios debemos aprender a relacionarnos con ellas sin permitir que el algoritmo y sus dinámicas nos lleven a lógicas torcidas que acaben dañando la obra fundamental que queremos proteger.