Saramago y nosotros

He tenido el privilegio de intimar con algunos de mis héroes (y heroínas) literarios: Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Nicolás Guillén, Jesús Orta Ruiz (el Indio Naborí), Dulce María Loynaz, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Carilda Oliver, Eliseo Diego, Fayad Jamís, Antón Arrufat, Marilyn Bobes, Roberto Fernández Retamar, entre otros, y José Saramago, protagonista de esta crónica, a casi 13 años de su partida. La reescribí hoy.

Como todos los días amanecí con el alba. Un mensaje me decía que el Premio Nobel de Literatura José Saramago había muerto. Llamé a la periodista Rosa Miriam Elizalde porque la terrible noticia no estaba aún en Cubadebate y me dijo que en minutos “subiría” la nota, le dije que me sentía abatido y colgamos; entonces, con mis alertas disminuidas me puse a repensarlo.

Nos conocimos personalmente durante su última visita a La Habana. Carmen Rosa Báez, al tanto de mi admiración desaforada y a veces inoportuna por la obra del insigne portugués, me dijo que José y Pilar, su esposa y traductora, visitarían la UCI (Universidad de las Ciencias Informáticas) y que si quería saludarlos debía estar temprano cerca del largo camino que desandarían hasta llegar al magno recinto. Descendieron del coche y nos acercamos. Yo estaba nervioso. Alguien con las más ingenuas y nobles intenciones me presentó como “un cantautor al que le ha dado por escribir literatura” a lo que el escritor con exquisita mesura respondió: ¡A nadie le da por escribir, se escribe y ya! Fue ahí que me abrazó con ternura y complicidad de padre.

Recorrimos juntos las horas de su visita y ya a punto del almuerzo alguien me acercó una guitarra y le canté con voz trémula un par de mis canciones más reconocidas, Pilar las recordaba de su época universitaria, José las descubrió e intercambiamos los tres un diálogo que aligeró la sobremesa alrededor de la mala televisión que se hacía en el mundo, entre otros temas frívolos o esenciales. Ya para ese momento nuestra relación se distendió y sellamos, entre risas y disparates, por supuesto los disparates míos, algo parecido al candor de la amistad debutante.

Lo acompañé más tarde a su charla con estudiantes y académicos en la Universidad de La Habana. Allí me atreví a invitarlos a cenar en casa la noche siguiente, para mi asombro aceptaron gustosos y sonrientes.

No recuerdo una mejor velada, convivimos Abel y Lily, Rancaño, Omar Valiño y Carmen Rosa, entre otros amigos que mi memoria extravía y hablamos de literatura, viajes, política, revoluciones, España y Portugal, volví a cantarles mientras les regalaba con pudor mi libro de cuentos iniciáticos «El Dorso de las Rosas». José dijo parsimonioso: “Ahora veré cómo escribe, ya sé lo bien que canta y cuenta historias ¿por qué no hace otras? y yo presto, con unos vinos de más y todas las ganas del mundo, me embarqué en una letanía de hilarantes anécdotas, que normalmente derivan en un franco ridículo por mi parte, mientras Pilar y él se desternillaban de la risa.

Amaury y José Saramago. Foto: Peti

Fueron transcurriendo las horas y cerca de la medianoche, en el andén de las despedidas, le pedimos, mi amantísima esposa y yo, que nos firmara sus libros. Cuando se los extendimos esbozó una pícara sonrisa y exclamó por lo bajo, como para sí, “¡Están leídos Pilar, nada me gusta más que firmar libros gastados por la lectura»!

Después de su partida, nos escribimos apasionados correos sobre su libro “Las Intermitencias de la Muerte” que publicó luego de nuestro encuentro habanero y quedamos en que me lo firmaría. No volvimos a vernos.

Si alguna vez revisito Lanzarote, llevaré el ejemplar. Quizás una noche canaria, con la espuma besando los acantilados, mi amigo José, Saramago por siempre, decide, como Ramón Sijé reclamado por el gran Miguel Hernández, volver «a mi huerto y a mi higuera” y estampar, en las jubilosas páginas del libro su rúbrica como ya lo hizo en mi corazón. «¡Que tenemos que hablar de muchas cosas compañero del alma, compañero!»

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