Agua limpia y negocios sucios en los albores republicanos en Cienfuegos

Desde su fundación en 1819, la cuestión del abasto de agua en la otrora Fernandina de Jagua resultó una “asignatura pendiente”, debido a las dificultades que suponía el acceso a fuentes de calidad para el consumo en gran escala del preciado líquido. Lo cierto es que la llegada del siglo XX y de la naciente República sorprendían a la floreciente ciudad de Cienfuegos con el sensible tema aún sin resolver. El destino del ya entonces maltrecho acueducto de Jicotea y el proyecto para la construcción del nuevo acueducto de Hanabanilla, se convirtieron entonces en fuentes de pugnas políticas y escandalosos timos que involucraron no solo a figuras y agrupaciones políticas locales, también a poderosos personajes de la economía y la política estadounidenses.

El sistema de Jicotea, construido en 1874, constituía para inicios del siglo xx un problema, más que una solución. El agua suministrada no superaba los 400 000 litros diarios, lo que suponía menos de la sexta parte del volumen necesario para abastecer la ciudad en aquella fecha[1]. La calidad del líquido, por su parte, constituía una seria amenaza a la salud de quienes la bebieran y para colmo, el acueducto cargaba con dos hipotecas que poseía el Ayuntamiento. Dada la paupérrima situación de sus instalaciones, la expropiación del inmueble por la municipalidad caía por su propio peso y nada impidió que se convirtiera en una jugosa transacción.

Corrían los tiempos de la Segunda Intervención Estadounidense y el gobernador provisional yanqui Charles Magoon había accedido en el verano de 1907, a la solicitud del cabildo cienfueguero para ejecutar la expropiación del viejo acueducto a cuenta del tesoro de la nación. Con ello, se daba luz verde a un negocio bien sucio, del cual Francisco Diego Madrazo, próspero negociante regional, sería el principal beneficiario, aunque seguramente no el único. El astuto Madrazo acreedor de la empresa que operaba el viejo acueducto, en medio de las pujas por su control, había conseguido adjudicárselo a tiempo. “¿A tiempo para ser expropiado?”, se preguntaría  cualquier avispado lector. ¿Cómo podría Madrazo beneficiarse con la pérdida del acueducto que acababa de obtener?

La expropiación implicaba indemnizar al “perjudicado” propietario, acto que −ya sabemos− correría por cuenta del gobierno interventor. El monto de esta se definiría mediante una tasación de los bienes del inmueble, de modo que era aquí donde se encontraba el meollo de la cuestión: Madrazo utilizó sus contactos y logró los servicios de un ingeniero del Ejército de los Estados Unidos, para realizarla. El resultado del cálculo ejecutado, ya bajo el gobierno de José Miguel Gómez, fue de solo $30 000, bastante ajustado a la situación real del ruinoso acueducto pero insuficiente para las expectativas de Madrazo. Las poderosas influencias del empresario no dejaron de moverse hasta conseguir otro ingeniero que “evaluó” el inmueble en $340 000 más $70 000 por los tanques y terrenos. La “tajada” de Madrazo en aquel fraude ascendió a $100 000[2].

Dos de los varios titulares que aparecieron en el periódico The New York Times entre 1914 y 1915 sobre el escandaloso negocio del acueducto cienfueguero. (Fuente: New York Times, sitio en Internet)

Las corruptelas en torno a las maquinarias del viejo acueducto perderían relevancia en comparación con el negocio que se fraguaba tras el proyecto para la construcción del nuevo sistema de abasto de agua y del alcantarillado en la ciudad, que ocupó la primera década republicana. Esta nueva trastada a las necesidades del pueblo cienfueguero marchó simultáneamente a la referida compra-venta protagonizada por Madrazo y compañía.

La idea de construir un acueducto que permitiera utilizar el amplio caudal y las excelentes aguas del río Hanabanilla se manejaba ya desde finales del siglo XIX. El asunto había acompañado el proceso de surgimiento y alineación de las agrupaciones políticas locales desde 1899, convirtiéndose a la sazón, en uno de los motivos fundamentales de fricción entre conservadores y liberales, que se alternaban en el poder desde el cabildo local. Algunos proyectos intentaron abrirse camino pero las rivalidades políticas se erigieron en el principal valladar para que fructificaran.

Finalmente en 1906, ya bajo el gobierno provisional de Charles Magoon, se firmó un contrato con el empresario norteamericano Hugh Reilly, quien a partir de un empréstito de poco más de tres millones de pesos oro estadounidense, concertado y aprobado bajo el control de los conservadores, inició las obras el 13 de noviembre del propio año. Todo parecía marchar sobre ruedas, pero los liberales, desplazados del poder desde 1901, al tomar las riendas del Ayuntamiento se negaron bajo distintas excusas, a reconocer el contrato. Ni corto ni perezoso, Reilly suspendió la obra y apeló al gobernador provincial. Éste apoyó las reclamaciones del estadounidense en tanto el Municipio, por su parte, elevaba el problema a Magoon.

Titular en la prensa cienfueguera dando cuenta de la puesta en marcha del nuevo Acueducto de Hanabanilla.

En diciembre de 1907, Magoon publicó un decreto en el cual apoyaba al cabildo liberal cienfueguero, lo que implicaba el perjuicio directo de Reilly y sus “asociados” en el negocio concertado[3]. En 1908, sin embargo, pudo verificarse un nuevo contrato con Reilly  en el cual, por cierto, se estipulaba que el gobierno, como ya se refirió, indemnizaría al propietario del viejo acueducto, pero…¿qué pudo haber ocurrido para que Magoon y los liberales empoderados aceptaran de vuelta al contratista norteño?

Para comprender las razones por las cuales se concertó un nuevo pacto con Hugh Reilly, justo en el momento en que sus intereses en Cienfuegos se esfumaban, hay que volver la mirada a Washington, concretamente a la Casa Blanca. Las cercanas relaciones de Reilly con la poderosa casa bancaria de J.P. Morgan, que aportaba fortísimas sumas a la campaña presidencial del Secretario de la Guerra William H. Taft, pueden ayudar a comprenderlo[4]. En línea con sus objetivos, Taft recomendó al presidente Roosevelt que un nuevo contrato fuera concertado entre el Gobierno provisional y Reilly, similar al suscrito anteriormente. El 2 de marzo de 1908, el Secretario de Guerra recibió una carta del presidente, exponiendo que Cienfuegos es uno de los puertos de entrada y que da vía a un extenso tráfico internacional, por lo que su saneamiento efectivo, resultaba de la mayor importancia, no solo desde el punto de vista local, sino también internacional[5]. Para lograrlo, desde luego, resultaba imprescindible contar con un sistema de acueducto y alcantarillado eficiente. El gobernador Magoon no tendría otro recurso que plegarse a los designios de la administración estadounidense: ya lo dice el refrán: “donde manda capitán…”

Poderosas figuras de la economía y política norteamericanas respaldaron a Hugh Reilly para recuperar el contrato para la construcción del nuevo acueducto: J.P Morgan, banquero; William Taft, Secretario de Guerra y Teddy Roosevelt, presidente de los Estados Unidos.

¿Cómo terminó la historia? Ya es conocido: liberales y conservadores no “vivieron felices para siempre” ni el abasto de agua en Cienfuegos culminó sus angustias. Las obras concluyeron en 1911 y se sufragaron a partir de un nuevo préstamo que el gobierno de José Miguel Gómez debió concertar −herencia de Magoon− con la Casa Speyer por 16,5 millones de pesos. Por si ello fuera poco, estalló el escándalo: en 1914, el periódico estadounidense The New York Times, publicaba una serie de noticias anunciando el arresto de Hugh Reilly junto a sus más cercanos compinches y la formulación de cargos por fraude en las obras del acueducto. La ciudad exhibía un nuevo acueducto y una flamante red de alcantarillado ¡Pero a qué precio!

El presente artículo y la investigación que lo sustenta son resultados del trabajo conjunto con la Licenciada en Historia Daniela Lorenzo Madrigal, egresada de la casa de altos estudios cienfueguera.

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