A 50 años del golpe cívico-militar en Chile: el legado de Allende
Hace 50 años se desarrolló una de las páginas más oscuras y sangrientas de la historia de la democracia y del movimiento obrero: en la mañana del once de septiembre de 1973, el edificio de La Moneda fue bombardeado y asaltado.
Salvador Allende, ante la exigencia de rendirse, respondió con unas palabras que le situaron para siempre entre los grandes de América Latina y del socialismo: ‘… no renunciaré… pagaré con mi vida …. estoy seguro de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles de chilenos no puede ser destruida’.
Un experimento original llegó a un sangriento final, bautizado como la «vía chilena al socialismo», basado en el reconocimiento de las prerrogativas institucionales y parlamentarias combinado con una fuerte movilización popular en apoyo de profundas reformas sociales y económicas: nacionalización de la industria del cobre y de todas las demás minas, reforma agraria sin indemnización, promoción de medidas de apoyo a los más pobres.
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A este proyecto de transformación radical se opusieron Estados Unidos y la gran burguesía chilena. Los EEUU, tras la victoria de la Revolución Cubana y tras la vergonzosa huida de Vietnam, no podían aceptar una nueva derrota punzante justo en su «patio trasero».
Varios documentos, hechos públicos por investigaciones patrocinadas por el Senado estadounidense, han demostrado que el entonces Presidente Richard Nixon (conocido por su anticomunismo exacerbado y su desprecio por las normas democráticas, que le costaron la destitución) prometió al jefe de la CIA recursos ilimitados para destruir el gobierno de la Unidad Popular.
Estos documentos atestiguan también la preocupación de que un posible éxito de la vía chilena al socialismo pudiera tener también repercusiones fuera del continente americano, especialmente en Italia y Francia, donde existían entonces fuertes partidos comunistas.
La represión militar fue terrible: decenas de miles de personas fueron segregadas en cárceles o en estadios de fútbol convertidos en campos de concentración, miles fueron torturadas y asesinadas, y muchas otras, adherentes a partidos o sindicatos de izquierda, tuvieron que huir, eligiendo el camino del exilio.
La junta militar en el poder aniquiló cualquier espacio para la actividad democrática, obligando a los opositores a pasar a la clandestinidad, a riesgo de perder la vida.
Económicamente, el gobierno favoreció la privatización completa de industrias, bancos, minas y tierras cultivables, aplicando servilmente las teorías monetaristas de Milton Friedman y sus acólitos, los «Chicago Boys». Al principio, la receta pareció funcionar con una inflación a la baja y un pequeño aumento del PIB, pagado con un grave aumento de la pobreza y la desigualdad.
Posteriormente, con la recesión mundial iniciada en 1982 y la caída del precio del cobre, las consecuencias fueron graves: una caída vertiginosa del PIB, un crecimiento exponencial del paro y la pobreza, y la quiebra de pequeñas y medianas empresas en beneficio de los potentados económicos nacionales e internacionales.
La crisis afectó sobre todo a las clases trabajadoras, pero también empeoró las condiciones de la clase media, que empezó a dar la espalda al régimen. Fue el principio del fin del tirano que, como veremos más adelante, fue derrotado en el plebiscito de 1988, a pesar de que el régimen contaba con el apoyo de todos los periódicos y televisiones chilenos.
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Consecuencias para América Latina
El golpe chileno tuvo graves repercusiones en todo el continente.
Ese mismo año, en Uruguay, el Presidente Bordaberry, de acuerdo con los militares, disolvió el Parlamento y suspendió las garantías constitucionales.
En Argentina, tras la muerte del histórico presidente Domingo Perón, subió al poder su tercera esposa Isabelita, cuyo gobierno se caracterizó por una grave crisis económica y una represión despiadada flanqueada por la acción terrorista de la secta secreta de la Triple A (alianza anticomunista argentina).
Las iniciativas de lucha armada de los movimientos guerrilleros marxistas (ERP) o peronistas radicales (Montoneros) intentaron en vano responder a esta represión. En 1976, con el pretexto de poner fin al caos en el país y luchar contra la guerrilla, los jefes del ejército depusieron a la presidenta Isabel Martínez de Perón, estableciendo otro gobierno dictatorial encabezado por el general Videla.
La guerra sucia y la represión aumentaron en intensidad. La ferocidad de los golpistas argentinos fue comparable, si no superior, a la de los chilenos: detenciones arbitrarias, torturas que a menudo terminaban con el asesinato de los torturados, organización de vuelos de la muerte con personas narcotizadas y arrojadas al océano.
Los gorilas argentinos llegaron incluso a superar la perversión de sus colegas chilenos con el secuestro de los hijos de los guerrilleros asesinados, que eran destinados a la adopción por familias de clase media o altos rangos militares.
También en Brasil, los militares, que habían asumido el poder nueve años antes, encontraron aliento y apoyo en el golpe fascista de Pinochet.
Los gobiernos de estos países, junto con los regímenes de Paraguay, Bolivia, Perú, con el apoyo activo de Estados Unidos y la hábil dirección de la CIA dieron vida al «Plan Cóndor»: una operación multinacional de cooperación de inteligencia para consolidar la estabilidad de su poder despótico y desarrollar sus guerras sucias.
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El glorioso final de las dictaduras
A partir de principios de los años ochenta, cayeron ruinosamente una tras otra. Su fin estuvo determinado por múltiples factores: una grave crisis económica debida a privatizaciones perversas y políticas monetaristas y ultraliberales, derrotas militares (Malvinas), el desarrollo de una resistencia popular generalizada (piénsese en las enormes huelgas de los metalúrgicos en São Paulo, Brasil, la resistencia de los barrios obreros chilenos, las luchas de los mineros bolivianos).
Entre estas causas estaba el aislamiento internacional parcial, parcial porque Estados Unidos y Gran Bretaña nunca dejaron de apoyar, más o menos abiertamente, a esos regímenes y, de hecho, Thatcher llegó a reconocer una supuesta humanización del régimen de Pinochet. Otros Estados, en cambio, rompieron relaciones políticas pero no renunciaron a las comerciales, evidentemente las materias primas de América Latina eran tentadoras y la defensa de los principios democráticos sacrificable.
La principal debilidad de estos regímenes reside en su carácter elitista y en su incapacidad para ganarse para su causa a las clases medias, a la pequeña burguesía y, sobre todo, a las clases populares.
Esta debilidad es la principal causa de la rápida y poco gloriosa caída de los gobiernos militares y explica la necesidad por parte de esos dictadores de promover una represión despiadada, utilizando las atroces acciones del ejército y la policía como único medio de asegurar su permanencia en el poder.
En 1983 cayó la feroz dictadura argentina, tras su derrota frente a Inglaterra en la Guerra de las Malvinas. Poco después, en un tenso efecto dominó, los gobiernos militares de Uruguay, Brasil, Bolivia y Paraguay tuvieron que entregar incondicionalmente su poder a gobiernos civiles.
El último en caer sería el propio Pinochet, derrotado en 1988 en un plebiscito que pedía a los ciudadanos su reconfirmación por otros ocho años.
En aquella ocasión Chile se libró de Pinochet, pero no del pinochetismo, porque su Constitución sigue vigente, al igual que la privatización de las escuelas, la sanidad, el transporte y los fondos de pensiones.
Italia y la solidaridad con la resistencia del pueblo chileno
En Italia, en los años sesenta y setenta, América Latina fue vista como un laboratorio político de gran importancia a nivel político y cultural, en particular por la posibilidad de un cambio real contra la dominación estadounidense y por la afirmación de una alternativa a las políticas neoliberales y autoritarias.
La atención se centra en primer lugar en la Revolución Cubana con las figuras de sus líderes históricos: Fidel y Che Guevara.
Pero también al caso de la victoria electoral de Allende con el gobierno de la Unidad Popular, con la «vía chilena al socialismo», como se ha ilustrado ampliamente.
Los acontecimientos del golpe, con las trágicas imágenes de la sangrienta represión en el estadio de Santiago, donde los detenidos eran torturados o asesinados, y la propia imagen de Allende con su fusil luchando a muerte junto a su GAP (grupo de amigos del presidente) afectaron profundamente a la opinión pública italiana, especialmente a los jóvenes por la tremenda violación de los derechos humanos ejercida.
En Italia se produjo, como respuesta, una profunda movilización e implicación de la población y de las fuerzas políticas y sociales, especialmente de la izquierda, en apoyo de la resistencia del pueblo chileno. Hubo innumerables iniciativas políticas, culturales y sindicales de solidaridad con el pueblo chileno y los exiliados políticos.
En cuanto a la solidaridad, hay que mencionar también el importante papel que desempeñó el personal de la embajada italiana inmediatamente después del golpe de Estado y hasta finales de 1974, salvando vidas.
Con gran valor y espíritu de solidaridad, se dio refugio a unas 800 personas, perseguidas por la dictadura y de todas las afiliaciones políticas, que escalaron el muro y permanecieron en la embajada durante algún tiempo, hasta noviembre de 1974. Muchos de ellos llegaron más tarde a Italia.
Todavía en Italia y en tiempos más recientes, gracias al valioso e incansable trabajo de investigación, denuncia y lucha de dignas organizaciones nacionales y de otros países, el Tribunal de Casación confirmó en 2021 la condena a cadena perpetua para algunos torturadores del pacto criminal «Plan Cóndor»: 14 ex militares y jerarcas de Chile y Uruguay, (uno de ellos: Troccoli residente en Italia).
Se trata de una sentencia histórica relacionada con la condena por el secuestro y asesinato de 23 ciudadanos de origen italiano residentes en Chile, Bolivia, Perú y Uruguay durante el periodo de las dictaduras militares de los años sesenta y setenta.
Finalmente se hizo verdad y justicia a los autores del asesinato de dos ciudadanos chileno-italianos activos durante el gobierno de Allende:
Juan Montiglio, de sólo 24 años, uno de los dirigentes del GAP, escolta personal de Allende, detenido el 11 de septiembre del 73 en La Moneda y asesinado por el capitán Ahumada dos días después; y el sacerdote italiano Omar Venturelli, detenido en octubre y asesinado por los militares Vásquez y Moreno.
Y es significativo que fuera desde Italia desde donde se emitiera posteriormente la orden de detención y extradición a Chile de sus torturadores.