A golpes, para que no falte la corriente
Lleva casi diez años dándole mandarriazos a la vida. Fue él quien sintió más los primeros golpes. El carbón hecho un muro entre la urdimbre de tubos parecía más fuerte que su armazón de huesos y músculos.
Encima, el calor infernal dentro de la caldera. Ese trabajo mete miedo, pero ha conseguido domarlo. De quienes demuestran que pueden con todo depende la electricidad de un país.
Cuando se graduó de Construcción Civil en las Fuerzas Armadas, Guillermo Roque Rodríguez no imaginó que, a golpes de mandarria, de barreta o de martillo neumático, iba a darle tranquilidad a tanta gente.
Entró a la central termoeléctrica Máximo Gómez, de Mariel, y muy pronto el jefe de brigada de construcción civil se convirtió en especialista… en la limpieza de los convertidos en el sistema de calderas. Ahora, a los 16 hombres de su tropa les llaman la “brigada de baqueteo”.
Ellos arrancan a las tuberías el carbón originado por el petróleo que se cocina allí. Esa masa se sella e impide el intercambio de gases, lo cual dificulta generar los megawatts previstos.
“Al principio, nos sentíamos el estremecimiento en el cuerpo. Ya no tanto. Son 10 años en estos trajines, hasta hemos ido a otras termoeléctricas como la Antonio Guiteras, a trabajar en los conductos, otra labor difícil.
“Cierto, es un trabajo engorroso, muy fuerte, incluso contaminante. Muchas veces hemos entrado pese a temperaturas superiores a 60 grados. Sales y, al regresar, aún no se te ha secado el sudor en el cuerpo.
“Nos dividimos en tres o cuatro grupos y nos turnamos cada 20 o 30 minutos, de acuerdo con las temperaturas y la contaminación. Salimos aproximadamente una hora y volvemos. En ocasiones, pasamos 12, 16 y hasta 18 horas de faena.
“Lo hacemos cuando se planifica el mantenimiento o se realiza una parada, para incrementar la carga del bloque. Hay paradas de mantenimiento, concebidas para cinco o seis días, y nosotros terminamos el baqueteo en dos o tres. Cuando es una corta, por avería o mantenimiento ligero de dos o tres días, lo hacemos en 14, 16 o 18 horas, en dependencia de las condiciones en que esté la caldera”, explica.
Allá en lo alto de la termoeléctrica marieleña, el viento debería soplar lleno de gratitud hacia ellos. Pero dentro de la caldera y sus sitios habituales de labores, el diablo hace sudar hasta el aliento.
Ni entrar resulta sencillo. Lo hacen a gatas por un pequeño conducto en la pared e iluminan el lugar para ver claramente cuanto hacen, porque es un sitio muy oscuro. Se protegen con mascarillas, caretas y guantes.
Por supuesto, les refuerzan la alimentación: mayor cantidad de proteínas y de líquidos, que tanto exige ese trabajo.
Luego de fajarse a hierro limpio mientras les quedan energías, han de sacar a cubos toda la escoria, a veces hasta cuatro metros de carbón, y depositarla en un balcón de la caldera.
“Nuestra tarea es muy fuerte, por eso encaramos con sentido del humor el tiempo que permanecemos aquí arriba. Cuando no es uno, es otro, pero siempre hay un chiste, una broma. Jaraneamos constantemente para cambiar el estado, porque aquí serio no se puede estar”, cuenta Guillermo.
Uno de sus hijos, Erisney, trabaja en la CTE como operador A de los motores. “No lo digo porque sea mi hijo, pero es un gran operador”, afirma orgulloso quien cada año es seleccionado vanguardia en la planta.
“Aunque cobramos buen salario, verdaderamente este trabajo lo hacemos de conciencia, de corazón. Nuestro único interés radica en que el país tenga corriente. Que al arrancar después de un mantenimiento, la planta genere cuantos megawatts debe dar. A eso va dirigido nuestro empeño.
“¿Por qué? Por mis convicciones. Procedo de una familia de combatientes: mi mamá y mi papá pelearon en la clandestinidad. Somos seis hermanos y en toda Cuba mi mamá era la que tenía más hijos internacionalistas en países en guerra, tres incluso con dos misiones. Yo estuve en Etiopía y Angola. Tenemos raíces revolucionarias”.
Y, de veras, los ánimos de este hombre han de estar bien cargados de amor, fidelidad y compromiso. Tras batirse a golpes para que no falten la luz y la corriente en cada rincón de Cuba, llega a la casa y, como puede suceder en cualquier otro sitio, no hay electricidad.
“¿Qué vas a hacer? Hay que aceptarlo. Trabajo aquí y sé cómo es. Conozco bien los problemas y sus causas”, dice.
De modo que se levanta cada día a las cinco de la mañana y aborda el ómnibus rumbo a la Máximo Gómez. Está dispuesto a regresar a cualquier hora que lo llamen, “sea sábado, domingo, por la madrugada, por la tarde…”, o incluso instantes después de haber vuelto a casa.
“Algunos compañeros nos llaman los “directores de Energía y Minas”, porque permanecemos mucho tiempo en la planta, no solo en el baqueteo. Mi peor enemigo es no tener algo que hacer; por suerte, eso no ocurre nunca. Tras casi 10 años en este trabajo, creo que nosotros también somos héroes”.