Matandile dile dile, Matandile dile do

Mientras se tomaba una cerveza, aquel sujeto apretujaba a quien presumiblemente era su hija y la ponía a “bailar” al ritmo de insolencias de Bad Bunny o Becky G. La niña, que apenas hablaba con sus menos de tres años, “perreaba” a la voz de la persona.

Mientras más abajo lo hacía, más vítores recibía del hombre, quien demandaba así la exhortación de otros a su insensato acto, aunque ni una sola persona lo secundó. Por fortuna, pese a la confusión de estos tiempos, no todos han perdido el tacto.

Al ver la escena, tan frecuente en centros recreativos o fiestas familiares, de forma automática evoqué mis tiempos del colegio, la primaria específicamente, cuando éramos tan niños y como tal actuábamos.

A las diez menos tanto de la mañana tanto tocaba el timbre para el receso y después de la merienda, desde preescolar a sexto, los varones jugaban los juegos de toda la vida y las hembras lo propio. Un recuerdo muy nítido me remonta a las rondas de Matandile, aquel juego cantado, y sus estrofas, las cuales ellas entonaban con la efusión e inocencia de la edad: “Amambro chato, Matandile dile dile/Amambro chato, Matandile dile do/ ¿Qué quería usted?/Matandile dile dile/¿Qué quería usted? Matandile dile do (…).

Salvo acaso en los círculos infantiles, en demasiados contextos de la actualidad se hace caso omiso lo mismo a esta Matandile empleada de ejemplo que a juegos tradicionales, canciones infantiles, nanas…

Algunos padres —nos consta a muchos— intentan preservar dicho candor, aunque el escenario atenta contra sus propósitos. Otra parte de ellos sucumbió a la cultura de incomunicación del celular, como a dejar que sus hijos pequeños hagan cuanto deseen y escuchen o vean cuanto quieran en ese equipo u otros, sin proveerlos de una guía cognoscitiva y ética acorde con sus tiernas edades.

Por ello, resulta común ver a niños de ocho o nueve años, y de menos, en YouTube o con sus tabletas llenas de videoclips musicales dirigidos a un público adulto.

Así como nos preocupamos de la salud y la educación de los hijos, debemos ocuparnos del derecho a la recreación: la música les entrega a los niños identidad cultural”, subraya al respecto Francisca Morales, psicóloga de la UNICEF.

A la referida falta de sensibilidad de ciertos progenitores, otros suman el hacer partícipes a los niños, a tempranos años, de conversaciones hogareñas o vecinales de toda suerte (económicas, de litigios, sexuales, peyorativas hacia otras personas) que perjudican la estabilidad emocional de esos receptores, todavía sin recursos para decodificar aquello que debía quedar en el ámbito privado.

No es difícil preguntarse entonces: ¿De dónde salen esos niños que hablan, gesticulan y se proyectan como mayores?

Todo, o gran parte, está en la responsabilidad de la familia para generar un entorno responsable y en consonancia con el grado de madurez de la descendencia.

Recuerdo a la niña de tres años que le “perreaba” al sujeto del primer párrafo y me pregunto: ¿Qué podrá enseñarle ese hombre en la vida? ¿Qué saldo favorable podrá sacar ella del medio familiar en el cual crecerá?

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