La ciencia y su impronta en la cultura cubana

En cierta ocasión, le sugerí a mi hija más pequeña que incluyera un importante acontecimiento en una cronología sobre la historia de Cuba que debía elaborar: la introducción en la Isla por Tomás Romay durante 1804 de la vacuna contra la viruela. La niña, con la vivacidad que la distingue reaccionó rápidamente: “papá, es un trabajo de Historia de Cuba, no de medicina”. Sin haber cumplido aún los diez años ya mi hija comenzaba a padecer el síndrome de “las dos culturas”, de cuyos efectos todos —de un modo u otro— tenemos marcadas huellas en nuestra formación, y se refleja incluso tanto en nuestra vida cotidiana como el ámbito institucional.

Se trata de un fenómeno que en el decurso de la modernidad —pero con raíces más antiguas— comenzó a concebir, desde el pensamiento occidental, el conocimiento escindido en dos campos intelectuales muchas veces incomunicados: de un lado, los saberes sobre el ser humano y la sociedad (cultura humanística); del otro, las llamadas disciplinas naturales, exactas y técnicas (cultura científica). El resultado de esta distorsión cultural ha sido el empobrecimiento de nuestra capacidad para comprender y transformar —para bien— la realidad.

El lugar de la(s) ciencia(s) como elemento constitutivo de la historia y cultura nacionales no puede ser ni olvidado, ni despreciado. En la formación y forja de la nación cubana, todas las formas de la cultura tuvieron una participación medular. La cultura científica, sus figuras y realizaciones no fueron, en modo alguno, la excepción. La ciencia es una dimensión de la cultura: nutre a esta, la revaloriza, le otorga un componente de objetividad y racionalidad que no se contrapone, sino que complementa al resto y aquella queda a su vez enriquecida con esa fusión de saberes e intuiciones.

Las dos generaciones fundacionales de pensadores criollos que eclosionan entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, respondían a una oligarquía que precisaba transformar la realidad colonial para superar los lastres que impedían su desarrollo. Con tales miras, era menester primero el surgimiento de un pensamiento nuevo que liberara las mentes de la escolástica tardía y rompiera el yugo en el que la fe mantenía a la razón. Una revolución filosófico-pedagógica se abrió paso para lograrlo: Caballero, Varela y Luz fueron sus primeros y principales baluartes. Una nueva filosofía, basada en las ciencias de la naturaleza serían sus armas más poderosas. Enseñar Física, Matemáticas, Química, Anatomía Práctica, Historia Natural, sin olvidar la Ética y la Lengua Española, contribuirían a demoler viejas estructuras mentales para intentar transformar afuera las disfuncionales estructuras coloniales.

Los conceptos y herramientas teóricas elaborados por los pensadores criollos para penetrar la realidad colonial, llevaban la impronta del pensamiento universal de su época, ilustrado y liberal. Eran, sin embargo, al propio tiempo, autóctonos y auténticos como las respuestas y propuestas de solución que proponían a los problemas de la Isla, que la metrópoli española, relegada a la periferia del mundo moderno, ni quería, ni podía resolver. El independentismo vareliano, el proyecto socio-económico de Arango, las ideas y medidas sanitarias de Romay o el nacionalismo de Saco —por solo mencionar algunos— se fundamentaron en lo mejor de las ciencias de su época y realizaron un tributo invaluable a la construcción de la nación.

La década de 1860 en Cuba deviene momento decisivo. En 1868, el levantamiento en “Demajagua” iniciado por Céspedes jalonaba el camino del machete, cuando la razón y las ideas se convirtieron en la mejor de las armas. Siete años antes, nacía la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, que se convirtió —según las sabias palabras de Varona— en “la mayor suma de saber” del siglo XIX cubano, pero fue más que eso.

Entre los muros de la Academia se agruparon las figuras más sobresalientes de la vida científica insular, y la institución devino en el centro de un proceso generador y organizador de una “ciencia nacional en contexto colonial”[1]. En su paraninfo se discutieron los principales desafíos que la vida en la Isla planteaba por entonces a las ciencias: El evolucionismo, el positivismo, la relación raza-nación, las aplicaciones farmacéuticas o agrícolas de la química, estuvieron entre esos temas, junto a la historia natural u otros que derivasen de sus funciones como órgano consultivo. Muchas de esas discusiones trascendieron los marcos de la corporación y se expresaron en otros espacios. Pero su aporte más sustancial fue, sin lugar a dudas, la formación de una tradición médico-legal y de estudios higiénico-epidemiológicos que han marcado el decurso de las ciencias médicas en Cuba hasta la actualidad.

Las numerosas sociedades científicas surgidas en medio del boom asociativo de entreguerras (1878-1895) bajo el influjo de la Academia, pero sobre bases más inclusivas, multiplicaron el quehacer científico en las principales regiones cubanas y posibilitaron que las ciencias se integraran con mayor fuerza a la vida cultural en los contextos regionales y locales a lo largo de la Isla. Fue también desde la Academia donde Finlay expuso, por primera vez en Cuba (1881), la teoría que señalaba a la hembra del Culex Mosquito (Aedes Aegypti) como agente transmisor de la fiebre amarilla y fundamentó una teoría de mayor alcance aún: la del vector biológico como trasmisor de enfermedades, que significó una ruptura radical con las concepciones epidemiológicas que a la sazón imperaban en el mundo. Su descubrimiento sentó las bases de los logros sanitarios en los albores del siglo XX, contribuyó al proceso de institucionalización de la sanidad cubana y salvó miles de vida en las regiones tropicales al ofrecer las claves para la extinción de la temida enfermedad.

Con José Martí, heredero de Varela, Luz y Mendive, el pensamiento de liberación cubano alcanza cotas superiores que integran también las ciencias en un todo interrelacionado con un sólido fundamento ético y político. Las ideas y actos del Apóstol en este, como en otros tópicos, evidencian una coherencia a toda prueba: “Bueno es que en el terreno de las ciencias, se discutan los preceptos científicos. Pero cuando el precepto va a aplicarse; cuando se discute la aplicación de dos sistemas contrarios; cuando la vida nacional va andando demasiado aprisa hacia la inactividad y el letargo, es necesario que se planteen para la discusión, no el precepto absoluto, sino cada uno de los conflictos prácticos, cuya solución se intenta de buena fe buscar[2].

Para Martí la ciencia es un componente de la política. Sus textos son conocimiento sistematizado que busca soluciones viables a los problemas políticos, con arreglo a las leyes naturales y sociales que rigen la sociedad. Su vastísima cultura facilita la síntesis en su pensamiento liberador. Al igual que sus preclaros antecesores, le otorga una importancia medular al papel de la ciencia en la educación de las nuevas generaciones: “Que la enseñanza elemental sea elementalmente científica, que en vez de la historia de Josué se enseñe la formación de la tierra”[3].

Ya en la República, el desarrollo de las diferentes formas de cultura ocurrió de manera asimétrica. La frágil institucionalización de la ciencia durante la etapa no permitió generar un actor social colectivo que impulsara y capitalizara el quehacer científico nacional[4]. En el esquema imperial, nuestro papel como neocolonia era ser un traspatio productor de materias primas y los gobiernos de turno, en líneas generales, no pudieron ni quisieron desmarcarse de ese esquema. ¿Para qué cultivar la ciencia, si podemos importarla del norte junto con todo lo demás?

Pero esta regla, también tuvo múltiples excepciones. La desidia neocolonial no pudo impedir que en muchos ámbitos del conocimiento científico descollaran figuras e instituciones que realizaron contribuciones significativas a la cultura nacional. A riesgo de imperdonables omisiones, mencionamos algunos ejemplos imprescindibles. La medicina tropical, bajo el liderazgo de Finlay —aún activo a comienzos del siglo— tuvo en Juan Guiteras, Enrique Barnet y Mario García-Lebredo, destacados exponentes que constituyeron pilares, además, del primer órgano gubernamental creado en el mundo para atender la salud pública: la Secretaría de Sanidad y Beneficencia, creada en 1909. Años más tarde la impronta del doctor Pedro Kourí Esmeja, marcaría con su enorme obra el campo de la parasitología y las enfermedades tropicales. El legendario IPK (Instituto de Medicina Tropical), es el legítimo heredero de la institución creada por Kourí en 1937.

Varela, Finlay y Martí: tres grandes del pensamiento cubano en el siglo XIX.

En el ámbito de las ciencias sociales, durante el siglo XX surgirán nuevos enfoques disciplinares y valiosos aportes al estudio de los factores humanos de la cubanidad. La figura inmensa de Fernando Ortiz desde la historia, la antropología, la etnología, la lingüística y la sociología, liberó una verdadera batalla contra los demonios del racismo, la ignorancia y el sometimiento neocolonial. Sus ideas, junto a la de Emilio Roig, Ramiro Guerra, entre otros, abonaron el debate social y político que allanó el camino hacia la revolución social durante la década de 1930. Su influencia, sin embargo, se proyectó hasta la generación siguiente y continúan constituyendo referentes culturales indispensables para, desde las ciencias, penetrar en el alma de la nación.

Los estudios geográficos tuvieron en Sara Ysalgué y Salvador Massip, dos baluartes del compromiso científico y social. Uno de sus mejores discípulos fue Antonio Núñez Jiménez, cuya Geografía de Cuba, publicada en 1954, fue “secuestrada” de las imprentas por las huestes batistianas, ¿el motivo? el texto aludía gráfica y críticamente al control imperialista de los recursos naturales del país[5]. La ciencia, además de ser una expresión auténtica de la cultura, también se erigió —como vemos— en un arma directa de lucha contra la injusticia.

Pero a partir de enero de 1959, lo excepcional comenzó a trocarse en regla. La Revolución comenzó a estimular todas las formas culturales que permitieran enaltecer la dignidad humana e impulsar el desarrollo económico del país. Las “semillas” para masificar el talento —científico, artístico, deportivo— comenzaron a “sembrarse”. El 15 de enero de 1960 fue un día histórico, no porque Fidel anunciara un futuro de hombres de ciencia y pensamiento, sino porque los cubanos comprendieron que ese futuro estaría al alcance de todos; también de mi hija más pequeña, que ya comprendió a la ciencia como parte de la cultura.

Destacados exponentes de la ciencia y la cultura cubanas en el siglo XX: Pedro Kourí Esmeja, Fernando Ortiz y Antonio Núñez Jiménez.

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