Barco Juraguá: El mar, cuando quiere, ruge

El 17 de febrero de 1991, se “jubiló” el barquito Juraguá

Estoy sentada sobre un muro en el Muelle Real. La tempestad promete robarme una vez más los espacios; no me muevo, la reto. Transidas voces de niños y ladridos evocan alguna que otra tarde y una mujer madura pasea a la mascota y su nostalgia. El viento trae la hoja que cae aquí en mis manos y he visto a través de su leve velo al fantasma añorado.

El mar cuando quiere, ruge; y está bravo y choca una y otra vez contra los límites de la ciudad. Por estos días lo he sentido con más fuerza; empapa los nuevos bancos, las farolas. El viejo espigón se duele en lo profundo.

No sabría decir claramente cuántas veces estuve aquí para cruzar la bahía de Cienfuegos. Era apenas una niña cuando mi padre nos llevaba —a mi hermano y a mí— hasta la fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles Jagua. ¡Muy esperados los domingos en casa!; tanto, que hasta nos inventábamos historias de algún asalto de filibusteros, y nosotros, héroe y heroína, defendiendo a los viajeros…

Hay un mar que vuelve y vuelve, también bajo tu pecho*

¿Saben? El mar está furioso de verdad. El señor que está sentado en la otra esquina cree saberlo. Le miro y reconozco cómo guarda los misterios de este trozo de agua salada que nos envuelve.

A estribor de las manos le queda el universo de sus sueños; a babor, quizá la esperanza de verlos cumplidos. Aún respiran sal sus poros y luce como un patriarca sereno y santo. Un pedazo de cielo le aterrizó en los ojos, empeñados en derramarse por sus íntimas nostalgias.

“Le usurparon uno de sus sueños, mi’ja, me dice. ¿No lo recuerdas? Fíjate, ¿a quién ves entre las sombras? Escucha bien, allá por lontananza se siente su motor y ese pito de siempre anuncia su llegada”.

“¡Es el Juraguá!”, le digo.

Hay un barco que llega donde boga tu pecho*

Aquel barco añejo, ¡muy añejo!, el bisabuelo de las naves de pasaje en Cuba. Se “jubiló” el 17 de febrero de 1991, tenía 97 años, y a nadie le dolió. ¡Bueno, a muchos sí, pero no éramos decisores! Entonces clasificaba como el más veterano de los activos en el mundo.

Cuentan que la fuerte lluvia y las ráfagas de viento hacían que las olas se encresparan y vinieran a estrellarse contra el casco blanco de la pequeña embarcación —nacida en 1893, en Filadelfia—; que quizás por la pericia y tozudez de su patrón, apellidado Orozco, continuaba imperturbable en busca de su destino: la bahía de Jagua. Corría el año 1894 cuando por primera vez cortara con el filo de su quilla las aguas que bañan la costa sureña.

José Llovio Rosa lo había adquirido a un precio de 24 mil 100 pesos. Al principio fue de propulsión, con ruedas de paleta, las cuales se sustituyeron por hélices. Más tarde, le acoplaron un motor (soviético) 3-D-12 de 300 caballos de fuerza y doce de cilindros, dispuestos en forma de V, que giraban a mil 500 revoluciones por minuto, desarrollando una velocidad de nueve nudos.

El “barquito Juraguá” como le conocían los habitantes de la región —recorría a diario las riberas de La Milpa, Cayo Carenas, El Perché, Castillo de Jagua, Rancho Club, Ciudad Nuclear y Pasacaballos—, tenía 25,13 metros (m) de eslora y 4,80 m de manga. El puntal de 1,35 m y un tonelaje bruto de 34,40.

Sería ubicado, aquel febrero cuando se despidió de “Jagua”, en el Museo Naval (único de su tipo en el país) como pieza histórica de la marinería. Sin embargo, quedó solo en la intención. Pensaron, después, hacer una maqueta del mismo. Por eso rescataron las partes originales del barco, las bombas de achique, las dos cornamusas y el timón.

Eres desde hace mucho tiempo residente de mi pecho*

Desde fines de la década del 40 o principios del 50 del siglo pasado la familia Ocaña trabajó en esa embarcación: como patrón de puerto, Orlando Gregorio Ocaña Gracias y el maquinista era su hermano, Manuel Ocaña Gracias. El marinero de la embarcación fue Luis Pasanaut, hasta su jubilación y lo sustituyó otro a quien llamaban Mingo.

La embarcación tuvo hasta los años 60 un motor Caterpillar, amarillo, que le permitía desarrollar hasta doce nudos por hora, velocidad solo comparada a la que desarrollaba el remolcador Grannie.

Uno de sus dueños por un buen tiempo lo fue la Sra. Adita Trujillo y el administrador y encargado de recoger la recaudación Héctor García, siendo el precio del pasaje de 20 centavos para los adultos.

Pero no puedo reconocer tu reflejo entre las olas*

La emblemática nave nunca debió ser abandonada a merced de los depredadores inconscientes. Fue un crimen lo que le hicieron. Lo botaron detrás del “Costa Sur” y se hundió de popa. Le robaron todo hasta dejarlo sin alma; sus maderas preciosas, cada una de sus piezas de cobre y bronce.

Allí en el espigón queda el navegante sentado en su banco de siempre mirando el mar. Lo imagino como un heredero de incontables aventuras. Sus azules ojos se empañan, mientras un grito en su garganta se contrae para que no olvide a dónde le ha arrojado el mar, en su ola de salmuera, los minúsculos restos del barquito de sus sueños, de los míos, de todos.

Viejos muelles esperan al “Juraguá”, taciturnos como pájaros bajo la lluvia, abusados de los olores del tiempo. Por eso ruge el mar, y está bravo, choca una y otra vez contra los límites de la ciudad. Ya el salitre no baña sus blancas “pieles”. Y nosotros extrañamos ver, aunque fuera detrás de los cristales a aquel barquito, ese que soportó los vientos, con una fe espantosa, cada día de su casi centenaria existencia. (Publicado originalmente en Guanaroca del Sur, blog de la autora)

(*) Fragmentos del poema No sé si con palabras, de Félix Pita Rodríguez

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