Morada en las nubes
Ese día, después de recorrer casi medio pueblo, volvió a casa decidida a permutar su existencia. La vida, tal cual encontró durante el trayecto, ya era tan hostil que pensó en la posibilidad de mudarse a las nubes, la realidad paralela de los negocios y comerciantes. Para qué —meditó— seguir con los pies en la tierra.
Horas antes siquiera habría considerado una idea tan descabellada. La mañana despertó hermosa, con motas blancas que adornaban el cielo, mientras el sol pugnaba por imponer su dinastía. Todo encajaba para ella que, poseída por la tempranera taza de café, dio el portazo y salió a la calle.
Luego de meses de ahorro, a costa de sacrificios y privaciones, se convenció de que por fin podría resolver varios de los problemas amontonados en el hogar; montaña que cada vez observaba más desafiante. Trazó una lista de prioridades: las cosas del niño, después la casa, y por último, las urgencias suyas. Así, resuelta, fue a batallar contra el mundo.
En los pequeños comercios de la ciudad, gestionados por emprendedores privados, abundaban las opciones y a simple vista no sería muy difícil hallar lo que buscaba. Era una buena señal. Sin embargo, apenas indagó por las tarifas, sintió que sus propósitos se desmoronaban en otro desierto de incertidumbre. Aquel listado funcionaba como perenne evocación de insolvencia.
-La mochila del niño para la escuela: 3000.00 pesos cubanos (CUP)
-Los zapatos (los que tiene están al perder la suela): 4000.00
-La resistencia del fogón eléctrico: 2800.00
-El protector de frío (¡Ojo con esto!: con los apagones puede romperse el refrigerador): 2000.00
-Unas chancletas para mí o par de blúmeres (si sobra algo)…
El gansterismo de la oferta y demanda reinaba en cada negocio o puesto de venta, con precios que obligaban a los bolsillos a tomar un elevador al cielo para compensar las penurias. También resultaba la única salida. Las tiendas en las que una vez encontró solución a algunas necesidades quedaron fuera del alcance de su poder adquisitivo. Ella miraba por las vidrieras, como si en lugar de artículos y productos básicos contemplara piezas museables.
Mientras, los pocos establecimientos que aún operaban en CUP languidecían en la soledad de los mostradores, entre pasta de ajo, maní molido; toallas, sábanas y lavavajillas en el mejor de los casos, y muebles que, al menos por su valor (más de 42 mil pesos) —estimó—, bien pudieran incorporar a una colección de artes decorativas o, incluso, subastarlos.
Agobiada por las decepciones se convenció de que el dinero reunido con gran esfuerzo terminaría corriendo la misma suerte de su salario: un paquete de pollo con doce muslos (1500.00), algún picadillo (190.00), un detergente (300.00) —todo en el omnipotente y homicida mercado negro—, y tres pepinos por 75 pesos en una placita estatal arrendada a particulares. No daba para más, y comenzaba a nublarse.
Al día siguiente, volvió a hacer una mañana espléndida, de sol radiante y aroma de café. Ella se levantó animosa, enfocada en su nueva meta. En la puerta de la casa ya colgaba el insólito anuncio: Se permuta a las nubes.