Cincuenta septiembres después
Esta es la crónica de una expedición al centro de la memoria. Y a la punta afilada del presente que bracea en las aguas del tiempo para cumplir su inexorable faena de hacerse futuro.
Era septiembre y 1973. El almanaque en su imperturbable lenguaje de hojas desgajadas proclama a los cinco puntos cardinales, el de la nostalgia incluido, que medio siglo ha pasado por debajo del puente de nuestras historias comunes que cuajan la historia mayor de la nación.
Quinientas veinte muchachas y muchachos llegados con variopintas vestimentas para pronto emparejarse en azul, celeste y prusia, sobre el rojo fértil de la tierra, y enamorarse de aquella casa grande y nueva donde el pan de la enseñanza se ofrecería en generosas hogazas, como si fuera un bíblico río de leche y miel.
El sábado 16 una treintena de los pupilos de entonces, recién partido el siglo a la mitad, regresamos a buscar la huella que dejamos en aquel pasillo que emulaba en brillo al sol del meridiano, en el “puente aéreo”, en las aulas y laboratorios con olor a estreno, en el teatro de las novatadas artísticas y las reuniones proselitistas o las canchas de los grandes sueños atléticos.
Alguno buscó, a sabiendas que no estaba, el banco de la plaza escolar donde por primera vez tomó entre las suyas la mano sudada y fría de una muchacha grácil. Éramos casi tan pueriles que aquella hazaña del cariño en flor podía aparecer en las páginas del diario íntimo de la lírica doncella tropical, y el mancebo encabezar el hit parade de la popularidad en su albergue.
Otro trató de encontrar, recostadas a la pátina del tiempo del pasillo superior, a cuatro quinceañeras que una tarde de junio quedaron atrapadas en el instante de una mirada fotográfica en blanco y negro. Seguro que estaban allí, listas para la próxima clase del profesor Climent. Solo que el arbolillo que les cuidaba las espaldas creció hasta hacerse guardián contra el maleficio de la desmemoria.
Bajo cuatro capas de pinturas los ojos expedicionarios buscaron nuestra seña identificativa, la pintura mural abstracta que la señora Wong trazara en el paño de hormigón que le cuidaba las espaldas al comedor. Y estaba allí, en el fondo envejecido de sus pupilas.
En la tribuna, que el argot generacional nombró para siempre picota, sonó a capela el himno escolar, y el profesor presente animó a organizar por grados académicos las hiperquinéticas filas de los sesentones fanáticos al reciclaje de recuerdos bien almacenados.
Entre muchas manos avivamos las brasas y cocimos el caldo alegre de la comunión colegial con los víveres cargados desde la noche anterior en las mochilas y los bolsos de los niños grandes, que despertamos al sábado con las mismas ansiedades de un 6 de enero muy viejo ya.
De recuentos, abrazos, poemas, solidaridades, piropos destrabados, confesiones tardías, torrejas apetecidas, música con pasaje a la mocedad, y planes para que nueva sangre corra por las venas de hormigón de nuestra cincuentenaria alma mater en miniatura, moldeamos la jornada.
A media tarde, como si fuera un viernes de pase, nos fuimos de nuestra ESBEC Juan Alberto Díaz a sabiendas que cincuenta septiembres también “purifican el alma y el deseo”. Aunque esta vez, con perdón del poeta, interpretemos deseo como aspiración, de ser tan buenos ciudadanos como aprendimos entre aquellos muros que un día fueron “preludio del futuro que los sueños de los años duros salvaron ayer”.