Que la educación no se escape en el transporte urbano
Las gotas de sudor recorren mi espalda. El esguince en la rodilla, que me hice hace un mes, duele tras dos horas parada. Miro al lado y paso a ser una más de las que se sientan en la acera. Otra cara cansada. Otro rostro obstinado. En picada, óptica que me brinda mi nuevo sitio, miro al P9 que está roto a poco menos de una cuadra y rezo porque milagrosamente arranque y se lleve al tumulto que se acumula en la parada de La Lechera, en el Cerro.
La realidad detrás de esa instantánea cotidiana no es ignorada. La tensa situación económica que atraviesa Cuba, las trabas que limitan el arribo de combustibles al país, el precio del petróleo que aumenta desproporcionadamente en el mercado internacional, el deterioro del parque automotor de ómnibus urbanos en la capital. Sí, todo eso lo conocemos, pero, ¿por qué a esa precaria situación hay que agregarle el oportunismo de algunos conductores y la falta de conciencia de otros? ¿Por qué la apatía de choferes estatales que pasan por las paradas repletas y no se ponen por un momento en el lugar de quienes llevan horas parados en un mismo sitio?
¿Por qué las guaguas se detienen fuera de las paradas y las personas tienen que correr hacia ellas como un ganado desbocado? O peor, ¿por qué no se detienen cuando tienen capacidad para montar a más personas? ¿Por qué, al calor propio del clima y al hacinamiento en el ómnibus, hay que agregarle el olor que emana del tabaco que fuma el chofer en medio del recorrido? Eso sucedió el viernes en un P9. ¿Acaso hay un plan trazado para aumentar la insatisfacción del cubano?
Es difícil. Lo sé. Lo vivo. Obstina que un maratón para llegar al trabajo o a la escuela sea el inicio de un día, o que estés despierto desde las 5 de la mañana y sean las 9 y aún no llegues al trabajo. Pero nada justifica la falta de valores cuando empiezan a gritar obscenidades al conductor en medio del viaje, o cuando se empuja a una anciana y la hacen a un lado para exigir con ese atropello un puesto en el ómnibus. Sí, desgraciadamente vi esa escena esta semana.
El viernes, tres hombres fornidos de más de dos metros, empujaban a una señora débil visual que solo atinaba a decir: “Por favor, cuidado, soy una profesora de música que necesita llegar a sus clases. No salgo a la calle por capricho”.
El miércoles, en la parada del Coppelia se formó un nudo en la puerta de la guagua y las personas que se bajaban empujaban al resto al punto de que una profesora universitaria cayó de espaldas en la acera. Nadie de los que estaban debajo fue capaz de ayudarla porque era más importante subir en el ómnibus. Miraba a la distancia y solo un pensamiento llegaba a mi mente: Si seguimos con esa indolencia, ¿a dónde llegaremos como sociedad?
Y mejor no hablemos de los carros particulares que fácilmente te piden 50 y hasta 100 pesos por un tramo. Eso, definitivamente, merece acción y otro análisis aparte.
Un día cualquiera de la semana puede compararse con una odisea porque lo único que “está malo” no es el transporte. Pero como mismo hay cosas, como la economía, cuya solución no depende directamente de nosotros, otras sí, como mantener la esencia de solidaridad, de ayudar al otro, de dar la mano, en fin, esa idiosincrasia que siempre nos ha caracterizados como cubanos. Eso no lo podemos perder. No podemos darnos ese lujo.
El viernes llegué a mi cita dos horas y media después. Con un hedor que mezclaba tabaco y sudor. El viernes, entre la ida y el regreso, de pie y sentada en aceras, esperé seis horas por el transporte. Con dos más completaba una jornada laboral.